Gracias Ketama, os debo una
Debo reconocer que la otra noche, mientras me dirigía no sé muy bien adónde con la bicicleta estática del gimnasio de mi casa, escuchando esta fantástica canción de Ketama —pido perdón a todos aquellos a los que no les gusta el Flamenco tanto como a mí— encontré una gota de inspiración para justificar una de las últimas reflexiones en las que estoy inmerso mientras preparo la etapa final de mi proyecto editorial: Transformación S.A., Cómo transformar nuestros negocios más allá de los límites de lo imposible.
Tras darle forma a mis primeras intuiciones, había tenido la oportunidad de desgranarlas en una presentación que pude compartir hace unos meses en el #ForoTransforma, un evento que organiza periódicamente Amanda Palazón y el equipo de iMm Instituto de Mercadotecnia y management. Mientras investigaba, ensimismado en la lectura de algunos libros que me sirven de contraste, había caído en la cuenta de que los procesos de transformación tienen una relación directa con un desafío, que se me antoja irrenunciable, si queremos sobrevivir y posicionar a nuestras empresas en el contexto de la nueva economía con altos niveles de competitividad: convertir nuestras compañías en organizaciones genuinamente autoadaptativas. Dicho de otro modo, la medida en que nuestras estructuras organizativas consigan ser capaces de aprender y, por tanto, adaptarse a los cambios de forma sistémica.
Aunque ahora estoy reflexionando, os anticipo que esta es mi conclusión preliminar sobre la principal misión que han de tener —como una meta volante— los procesos y las estrategias de transformación; lo digital, en este caso, no es relevante.
Algunas evidencias de mi particular proceso de investigación
Mis observaciones, a partir de los datos de las encuestas y de las reuniones informales que mantengo con algunos colegas con los que disfruto compartiendo mis preocupaciones, revelan que una cierta niebla envuelve las agendas estratégicas de muchas organizaciones que ya han iniciado el camino. Hay que tener en cuenta que, los procesos de transformación, incluyen en la mochila un cierto grado de incertidumbre; algo comprensible por otra parte. Pero, tras la lectura profunda de unos cuantos estudios —o después de alguna que otra comida de confesiones con mis colegas— casi siempre concluyo que, tal vez, los procesos de transformación se lideran desde una perspectiva más táctica que estratégica; y, lamento, en este caso, repetirme nuevamente.
A pesar de que, poco a poco, se despejan las dudas sobre la necesidad de avanzar hacia la anhelada Tierra transformada, la cuestión es si nuestras cartas de navegación indican la ruta correcta o la tripulación es consciente de los avatares que nos esperan durante la travesía. Es obvio que debemos asegurarnos de que nuestros equipos estarán preparados y motivados cuando tengan que asumir y gestionar los obstáculos que sin duda aparecen en el camino. Cierto es, por otra parte, que unos pocos navegan a la deriva sin saber muy bien adónde van y, animados por la corriente, se han lanzado a surcar los vientos más por intuición que por convicción. Sigo creyendo que lo más importante es ponerse en movimiento. Otra cosa es navegar sin un rumbo definido.
Se trata de cambios profundos, no de un mero lifting corporativo
A partir de varias fuentes a las que he tenido acceso durante estos últimos meses de investigación, he cocinado —con la necesaria y obligada dosis de prudencia— algunos datos que evidencian una patología generalizada que nos debe hacer reflexionar; yo, al menos, estoy bastante interesado, no digo preocupado.
De acuerdo con varios estudios realizados por McKinsey, «el índice de fracasos en las estrategias de cambio se sitúa entre el 60-70%, y solo el 30% de las iniciativas continúan adelante pasado un cierto tiempo». Por su parte, la prestigiosa Harvard Business Review afirma que «más de la mitad de los proyectos de transformación impulsados por la alta dirección, no sobrevivieron a las fases iniciales». IBM va incluso mas lejos: «cerca del 60% de los proyectos destinados a generar cambios en el negocio no respondieron plenamente a los objetivos fijados». Por su parte, Willis Towers Watson, en sus estudios sobre la eficacia de los procesos de cambio organizacional afirma, con rotundidad, que «solo el 25% de las iniciativas consiguen tener éxito a largo plazo». Estos son solo algunos datos que desarrollaré con mayor profundidad en uno de los capítulos de mi nuevo trabajo: La encrucijada del cambio.
Los que me conocen bien saben que soy optimista por naturaleza. Pero debo confesaros que me he preguntado, muchas veces, a) por qué los datos son tan demoledores; b) cuál es la causa que impide el avance de los procesos de transformación y c) qué podemos hacer para gestionar, con mayor eficacia, el proceso de cambio que nos permitirá aprovechar todas las oportunidades que se abren ante nosotros. Es cierto que algún colega —a la luz de estas evidencias— insiste con sagacidad que forma parte del juego el hecho de que las grandes firmas de consultoría busquen argumentos para introducir sus tentáculos en el nuevo continente, poniendo en valor sus capacidades para un asesoramiento con el que obtienen pingues beneficios. Creo que, en parte, tiene razón. Pero en cualquier caso, he de reconocer que casi siempre llego a la misma conclusión: «No, no, el mundo no se ha vuelto majareta. Y los que estamos enfrascados en el proceso, vengamos de donde vengamos, no estamos locos. Pero: ¿sabemos lo que queremos alcanzar con la transformación?
Transformación es una meta volante hacia un objetivo mucho más trascendente
No tengo ninguna duda de que la necesidad de diseñar una organización autoadaptativa representa un desafío de gran profundidad, de gran calado para las estructuras organizativas. Asimismo, la mayor parte de los directivos tenemos claro que este movimiento no es solamente la consecuencia de un nuevo orden económico, y que las fortalezas que sostenían nuestras tradicionales barreras competitivas —productos, servicios, canales de distribución o modelos operacionales— no consiguen resistir a la corriente disruptiva de aquellos que comienzan a aprovechar las ventajas de la revolución digital o de las innovaciones que llegan de la mano de nuevos jugadores. En este caso, lo de menos es la industria en la que nos movamos. Ciertamente, algunos sectores están sufriendo una auténtica invasión. Pero es evidente que hay muchos herejes consumiendo noches de insomnio en su infatigable búsqueda de una ventana de oportunidad para reinventar los negocios y ocupar, con una nueva propuesta de valor, nuestra posición en el mercado. El problema es mucho más letal si reconocemos que lo «digital» es un elemento acelerador que nos puede convertir, de la noche a la mañana, en una momia irrelevante sin que lo percibamos de una forma evidente.
Y me sigo preguntando qué es lo que nos impide inocular en nuestra gente este ADN capaz de reinventarlo todo. Miramos hacia afuera, y observamos el comportamiento de estos transformers, nos admiramos de su talento y de su visión, sin darnos cuenta de que contamos con una legión de gladiadores que solo necesitan comprender y entrenar su capacidad para liderar una auténtica revolución. ¿O no? ¿Qué les impide ser como ellos?
Lo curioso es que estos nuevos herejes, además, consiguen relacionar, con una singular habilidad, las nuevas tecnologías y las leyes que dominan el ecosistema establecido por la revolución digital para crear valor. Por una parte, son especialmente hábiles en la identificación de oportunidades donde dirigir, a toda velocidad, toda su creatividad y su potencial transformador, aplicando un modelo de desarrollo estratégico agresivo, imaginativo y transgresor. Por otro lado, conciben y gestionan con inteligencia económica el talento y la diversidad de sus equipos con un estilo de liderazgo mucho más emocional, más participativo, que lejos de ser meritocrático, consiguen alcanzar unos niveles de vinculación impensables para las compañías tradicionales sólidamente establecidas; es decir, aprovechan al máximo sus competencias y sus habilidades digitales. Como resultado, florece en sus organizaciones una cultura tremendamente innovadora que, tras la exigente gimnasia de prueba y error, éxitos y fracasos, pienso yo, es la responsable de todas sus acciones disruptivas. No se trata de estrellas lucientes o de astros luminosos, sino de una galaxia que favorece que las personas y las ideas vuelen con luz propia en un ecosistema profundamente creativo.
Una nueva cultura corporativa que proyecta una nueva ventaja competitiva
Al margen de los resultados, este ADN, que se caracteriza por lo que muchos denominamos una nueva «cultura» corporativa, representa una seria amenaza para todas las industrias. Y sigo preguntándome por qué nuestras compañías —nuestros líderes y nuestros equipos— se resisten a comprenderlo. ¿Anorexia en la comunicación o metástasis generadas por una comprensión superficial de lo que significa, verdaderamente, la transformación? Os invito a reflexionar sobre dos aspectos que me preocupan seriamente antes de introducir o revelar mis intuiciones.
En primer lugar, hemos de reconocer que las barreras tradicionales sobre las que hemos basado nuestras estrategias no resisten estos nuevos modelos competitivos y esta nueva cultura para la innovación. Y a pesar de que es un elemento trascendental, los hechos demuestran que ni siquiera es suficiente con adquirir, de forma orgánica o inorgánica, competencias y habilidades digitales porque conviven bajo el yugo de la volatilidad.
En segundo término, los nuevos jugadores, también nuestra competencia, acceden fácilmente a los recursos: capital, conocimiento, innovaciones y nuevas tecnologías… Y con estos elementos, nuestros productos y servicios son fácilmente replicables en muy poco espacio de tiempo aún cuando hacemos mejoras en los procesos y en la experiencia del cliente; en algunos sectores, como en los servicios financieros, se van difuminando lentamente, incluso, las barreras regulatorias.
La nueva ventaja competitiva que nos espera tras la meta volante, es decir, una vez alcanzada la velocidad de crucero del proceso de transformación, es posible que se parezca más a lo que intuyo, pueda ser, una organización autoadaptativa. Me temo que, en la nueva economía, contra este tipo de organizaciones no será posible competir ni copiar su capacidad para aprender de cualquier fuente —de forma sostenida en el tiempo— y traducir rápidamente ese aprendizaje en acción. Y aclaro, no estoy hablando de tecnología: ni de Big Data, ni de Cognitive computing ni de Business Intelligence; aunque todas estas tecnologías son esenciales en el modelo estratégico de este tipo de organizaciones, al final, se trata de personas.
Nos va a exigir a todos ser capaces de identificar, antes que nuestros competidores, aquellos elementos —tecnologías, habilidades, competencias e innovaciones— que erosionarán nuestros modelos de negocio o nos permitirán encontrar, antes que nadie, nuevas fuentes de valor. Es decir, aquellas que nos permitirán seguir siendo relevantes para nuestra base de clientes, incluso, la de nuestros principales competidores. Un auténtico desafío si queremos convertirnos en auténticos herejes a través de lo que Schumpeter popularizó, partiendo del sociólogo y economista alemán Werner Sombart, como el resultado de un proceso de destrucción creativa; algo que está muy de moda en nuestros días gracias a las innovaciones de los nuevos herejes que irrumpen con fuerza impulsando una nueva economía que amenaza con destruir por el camino el valor de compañías bien establecidas; además, con un componente digital que deja en evidencia una potencial brecha intelectual —respecto de lo digital— en nuestras organizaciones.
La hoja de ruta hacia la organización autoadaptativa
Visto desde otra perspectiva, a casi nadie se le oculta que el proceso de transformación exige un espíritu de lucha sin treguas. El cambio organizativo nunca fue un objetivo fácil. Creedme: «ya vengo llorado». Pero ahora, más que nunca, requiere convencer a los escépticos, estimular a los convencidos, para conseguir que todos se sientan inspirados para liderar la obligada transformación. Eso, creo yo, solo es posible si somos capaces de asumir:
1) Que nuestra gente debe comprender la genética del cambio, que no es otra cosa que la inevitable interacción entre los procesos de crecimiento y aquellos que los limitan. Solo de esta forma podrán derribarse las barreras que impiden que el proceso avance.
2) Que nuestra responsabilidad como gestores será habilitar el ecosistema para el cambio, una cultura donde los equipos mantengan la tensión creativa y puedan liberar todas sus energías innovadoras. Se sentirán inspirados, no amenazados.
3) Que liderar el movimiento para el cambio empieza por nosotros mismos. Y no debemos olvidar que la manipulación, activa los procesos autoinmunes, mientras que la inspiración establece vínculos, genera compromiso y sentido de pertenencia, la mejor llamada a la acción.
Permíteme que insista con una simple sugerencia
Aunque no comparto su visión del mundo, creo que Bertolt Brecht definió bastante bien el espíritu que debe guiar el liderazgo en los procesos de transformación: «Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles» (cf. In Prise of the Fighters, 1930).
Para pasar a la acción, te dejo este ejercicio para que puedas, de alguna forma, experimentar con mi particular preocupación. Coloca en tu oficina esta Vitamina para la inspiración que he denominado Actitud para Transformar. Después, puedes compartir con tu equipo las claves del proceso que he sintetizado en ella, y explorar, de la forma más pragmática posible, cuál debería ser la actitud que debemos adoptar, el espíritu de la transformación que nos asegurará que estamos en la senda correcta. Para dar ejemplo, yo ya lo he hecho esta mañana.
Daré buena cuenta de ello cuando publique mis conclusiones. Por supuesto, será bienvenido cualquier feedback al respecto.
¡Vamos!