Todo parece indicar que en los próximos años entraremos en una nueva era en la que se impondrá un nuevo paradigma de relación entre los seres humanos y las máquinas: interacciones más inteligentes, con dispositivos y sensores autónomos, que analizarán información, tomarán decisiones o ejecutarán tareas que hoy realizan personas. En cierta medida, llevamos bastante tiempo asentando las bases de este modelo, que va progresivamente consolidándose gracias a la innovación y a los avances de las nuevas tecnologías. La revolución digital les proporciona, además, un excelente bastidor.
En cualquier caso, el futuro se presenta tremendamente apasionante si tenemos en cuenta todo lo que vendrá como consecuencia de la integración de las tecnologías cognitivas —Cognitive computing o Cognitive technologies— en los procesos y servicios de negocio; algo que, creo yo, está en el ADN de la economía digital. El uso masivo de dispositivos y sensores inteligentes, capaces de analizar el entorno, interpretar el contexto, y actuar de forma autónoma y proactiva sobre nuestros patrones de comportamiento, parece que está más cerca de pasar, de la literatura o el cine, a una realidad más que perceptible. Incluso, estamos en condiciones de comenzar a monetizar el valor de los nuevos servicios que, en los próximos años, nos facilitarán estos dispositivos y sensores inteligentes que van a ser protagonistas invisibles de nuestra vida y de nuestros hábitos.
Mirándonos en el espejo de las Leyes de Clarke
Desde los tiempos en que Arthur C. Clarke propuso su visión sobre los patrones que harían posible la evolución y el desarrollo de la inteligencia artificial —perfectamente argumentado en su profético libro Perfiles del futuro (1962)— las conocidas Leyes de Clarke han dado mucho que hablar. Hay cientos, miles de ejemplos en nuestra historia que confirman la importancia de mantener los ojos bien abiertos y una visión clara de las innovaciones tecnológicas que podrían transformar o cambiar el status quo de una industria o de un mercado.
Es muy posible que Ken Olsen, presidente, director y fundador de Digital Equipment Corp., se haya arrepentido, cada día de su vida, de haber afirmado en 1977 que no existía «ninguna razón para que alguien quisiera tener una computadora en su casa». Pero no es el único. Tal y como subraya la primera ley de Clarke, hay otros tantos como el Sr. Olsen que evidenciaron que «Cuando un científico eminente afirma que algo es posible, es casi seguro que tiene razón. Cuando afirma que algo es imposible, muy probablemente está equivocado».
Seguramente los hermanos Wilbur y Orville Wright tuvieron noticia de que Lord Kelvin —un más que eminente y reconocido científico, que fue presidente de la Royal Society— afirmara en 1895 que «las máquinas volantes más pesadas que el aire serían imposibles», y no cedieran al desánimo de la cruda realidad que marcaban los sabios de la época. Con toda valentía, alimentaron la intuición de que «La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá, hacia lo imposible» —la segunda ley de Clarke— y se pusieran manos a la obra en la búsqueda de sus sueños; dejaron huella en la historia de la aviación. Aunque a Lord Kelvin, a pesar de haber ocupado la vicepresidencia de la junta directiva de Kodak, no se le pueda echar ninguna culpa sobre el destino final de la firma.
Ambos casos son buenos ejemplos que ilustran que no es una buena idea dar por sentadas ciertas contradicciones que puedan impedirnos ver el potencial de las tecnologías cognitivas. Debemos evitar, como en otras épocas, reproducir un idéntico patrón, algo que, referido a nuestro propósito, solo puede justificarse cuando es consecuencia de una auténtica ceguera estratégica.
Las perspectivas y las posibilidades de las tecnologías cognitivas me hacen pensar que nos acercamos, con prisa y sin pausa, a la superación empírica de la tercera ley de Clarke: «Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia», sobre todo si tenemos en cuenta el enorme potencial que se abre para el mundo de los negocios con el desarrollo de nuevos servicios que proporcionarán, por ejemplo, las SmartCities o Internet de las Cosas, gracias a las innovaciones que podrán aplicarse.
Tiene mérito que el autor de 2001: Una odisea en el espacio jugueteara en 1968 con la metáfora de una computadora algorítmica heurísticamente programada —que es exactamente lo que se esconde tras las siglas de HAL 9000 (Heuristically programmed algorithmic computer)— en su intento por visualizar un futuro en el cual, la aplicación de la inteligencia artificial, proporcionaría a las máquinas la capacidad de reconocer, analizar información, pensar y actuar casi como lo hacen los seres humanos. Al menos, era el gran reto que años antes, Alan Turing, propuso a toda la comunidad científica al comienzo de su ensayo Computing machinery and intelligence (1950): «¿Pueden las máquinas pensar?». Resulta muy interesante releer y reflexionar sobre sus tesis al respecto, pero con la perspectiva del tiempo.
Desmitificando las tecnologías cognitivas
Si nos hacemos esta misma pregunta hoy, es decir, setenta y seis años después, podríamos caer en la tentación de afirmar, con absoluta rotundidad, que ya es una realidad si observamos cómo ha cambiado el mundo desde entonces. Es lícito, no sé si justificable, mirar para otro lado con la mentalidad que sostiene la primera ley de Clarke. Yo, sinceramente, no tengo la respuesta. Y ni siquiera me atrevo a afirmarlo con certeza. Pero prefiero asumir la segunda ley y adentrarme en los límites de lo imposible.
Por otra parte, sí creo que existe una cierta tendencia a mitificar las capacidades de las tecnologías cognitivas. Por esta razón, prefiero asumir una definición más pragmática sobre la cuestión. Es decir, me siento más cómodo considerando que la tecnología cognitiva establece unas bases teóricas sólidas que permitirán desarrollar sistemas informáticos o soluciones tecnológicas capaces de realizar tareas que normalmente requieren la inteligencia humana. Esto incluye funciones como la planificación, el razonamiento y el aprendizaje, así como actividades de percepción, el reconocimiento del habla, de las expresiones faciales o la comprensión de texto, y tomar decisiones o ejecutar tareas de forma autónoma partiendo de estas capacidades y aplicarlas a los negocios. Dicho de otra manera, la inteligencia que pueden proporcionarnos las máquinas nos facilitarán realizar, con éxito, cualquier tarea intelectual que un ser humano puede ejecutar. En cualquier caso, lo veremos más pronto que tarde.
Teniendo en cuenta esta definición, las posibilidades son reales, tangibles, viables, sobre todo si observamos, por ejemplo, la evolución de la tecnología Watson de IBM o la capacidad que nos ofrece, para el análisis de las emociones, start ups como Emotient. En cualquiera de los casos, se trata de pensar cómo estas tecnologías pueden hacer que nuestros modelos operacionales sean más eficientes, cómo monetizar el valor de los datos —información estructurada y desestructurada— o cómo diseñar sistemas y agentes inteligentes que mejoren la experiencia del cliente; todo un reto en las interacciones digitales.
Vivimos en un mundo cada vez más conectado que se relaciona, tanto en la vida social como en la económica, interactuando y compartiendo información con millones de dispositivos y sensores inteligentes. Parece evidente que las máquinas están cada vez más cerca de imitar la forma en que los humanos utilizamos la inteligencia. HAL 9000 era una computadora enorme, que ocupaba un espacio más que significativo en la nave Discovery. Hoy, muchas de sus imaginadas funciones, ocupan el reducido espacio de un minúsculo sensor en un simple Smartphone. Si nos atenemos a los datos y a las previsiones que manejan los analistas, 9 billones de dispositivos conectados conviven entre nosotros actualmente. En solo cinco años —es decir, para 2020— habremos alcanzado la insultante cifra de 212 billones. Si monetizamos la oportunidad, nos enfrentamos a un potencial económico de 1,7 billones de dólares. En todos los casos con «b», es decir, casi nada.
Pasemos a la acción estableciendo una hoja de ruta
¿Qué podemos hacer para comenzar la exploración de nuevas oportunidades? ¿Cómo poner en marcha el motor para identificar y establecer nuevas estrategias que nos faciliten la creación de ventajas competitivas a partir de estos nuevos paradigmas tecnológicos? Tres posibles campos de batalla para la innovación:
1) Identificar potenciales aplicaciones e integrar alguna de las tecnologías cognitivas que permitan optimizar y automatizar procesos y operaciones de alto impacto para el negocio, incluyendo la incorporación de agentes capaces de aprender y realizar tareas que hoy realizan las personas. Medir y ver qué pasa.
2) Conceptualizar y diseñar pequeñas soluciones que nos permitan iniciar fases exploratorias o estrategias con enfoque lean, para transformar o crear modelos de interacción en procesos y negocios donde sea posible adoptar las actuales tecnologías cognitivas disponibles en la industria. Testar y ver qué pasa. Puede ser una excelente oportunidad para ir más allá del Big Data, que lejos de ser un objetivo, es un medio para monetizar el valor de la información aplicando nuevas reglas, de forma más inteligente, de manera más autónoma, en todas las interacciones digitales. Sinceramente, creo que sabemos poco o casi nada al respecto. Y es necesario conocer cómo estas tecnologías, en manos de nuestros competidores o nuevos entrantes, podrían tener un alto impacto en nuestras estrategias de negocio.
3) Adaptar las plataformas y profundizar, con perspectiva estratégica, cómo nuestras arquitecturas y nuestros procesos responderán a los desafíos inherentes a la transformación, de forma que sea posible alcanzar un modelo más flexible y más dinámico que facilite a nuestras organizaciones, la integración en los procesos de agentes inteligentes que permitan acelerar e impulsar la innovación disruptiva. Evaluar y valorar las implicaciones.
Preparándonos para los nuevos tiempos modernos
Sea como sea, miles de emprendedores e innovadores en todo el planeta han tomado nota, consciente o inconscientemente, de que «La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá de dichos límites: adentrarse en lo imposible» y se han puesto manos a la obra. Y es un hecho que las tecnologías vinculadas al Cognitive computing: Machine learning, Natural language processing, Data, Text, Video and Image Analytics aparecen en el horizonte como una oportunidad real para el mundo de los negocios. Tenemos una cierta tendencia a mirar el futuro a través del espejo retrovisor, una vieja costumbre que no nos permitirá aprovechar las oportunidades para alcanzar las metas a las que aspiramos en nuestras estrategias de transformación.
Y me pregunto ahora qué diría Arthur C. Clarke si estuviera hoy entre nosotros. Seguro que esbozaría su mejor sonrisa ante los nuevos tiempos modernos. Y haciéndonos un guiño al estilo de nuestro querido Charlot, susurraría despacito: «¡Si ya lo decía yo!».
Y nosotros: ¿a qué estamos esperando? ¡Vamos!